Gente tóxica, lugares
para perderse y enamorarse de nuevo.
No se puede decir que sea el
mejor de los tiempos para el amor, o eso dicen, tampoco para el trabajo, o eso
dicen, cuidado con las amistades, con los kilos, con lo que piensas y con lo
que escribes, pero sobretodo cuidado con todo y todos menos: ¿contigo
mismo?
Aquella tarde de julio estaba sentada en una playa
del sur, de mis favoritas, “El Palmar”. A quien no haya estado allí le
recomiendo que corra a pasar al menos un día en aquel lugar antes de que se
convierta en un nuevo “Sherry".
El Palmar es una de esas playas
que comienza a ser preciosa conforme cae la tarde, te envuelve con su magia y
con sus gentes, de lo más variopintas y especialmente libres. Será quizás ese
sentimiento de libertad lo que me llevó a relajarme entre sus olas y a terminar
escribiendo hoy esto. Después de un día
intenso, de esos en el que cedes más de
lo que eres, y te queda nada para seguir lo que resta del día, cogí mi coche y me fui sola a la playa con la única compañía de un libro “Gente Tóxica”. Ese libro me lo recomendó una gran amiga mía
a la que nunca cito por prudencia y que es de esas personas que, como dice la
canción, “agonizará en voz baja por cortesía”, una gran mujer.
Comenzando por la primera
página el libro te sitúa frente a los
distintos perfiles de personas que pueden dañar tu vida: está el envidioso
(sin duda y en eso estaremos todos de acuerdo, este personaje es el
peor), el que se siente mediocre y que
inevitablemente acaba por convertirse en envidioso, el agresivo verbal… y así
un largo elenco de personas tóxicas.
En ese instante comencé a pensar
en mí
y en las personas que había dejado entrar en mi vida, en los errores
cometidos, en los comportamientos adecuados o no, en aquellos que me hicieron
reír y llorar algunas veces.
Mientras tanto la playa se iba
quedando desierta y un grupo de surferos en el agua se posicionaban para su
habitual ritual de despedir el sol con sus tablas alineadas al atardecer dentro
del agua. La playa se vistió de un naranja roto apasionante, todo estaba listo
para que disfrutara de un paisaje único en un momento irrepetible: el mío. Pero
cuando me quise dar cuenta llevaba una
hora leyendo un libro, que no me estaba aportando nada que no supiera y que, lo
peor, casi me hacía perder de vista una magnífica puesta de sol. Tanto cuidado con todo lo “de Más” que no se
fija uno en lo que tiene delante.
En ese instante tiré el libro, me
levanté, me vestí y me dirigí al “Pico de la Ola”, a quien haya estado
allí le encantará. Me pedí un ron con naranja a modo de rebeldía,
por la cantidad de veces que he escuchado que contiene azuzar como para
suplantar la crisis petrolera en Egipto y por supuesto, en honor a los magníficos kilos de más.
Estaba sola y disfruté de mi
momento como nunca. Eso si, a última hora llegó él, quien sino él y ella sabrían que de vuelta a casa les
extrañaría.
Esa noche bebí Ron supliendo todos los momentos de Martini
seco.
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