miércoles, 28 de agosto de 2013

Tardes de Ron, mañanas de Martini seco.



Gente tóxica, lugares para perderse y enamorarse de nuevo.


No se puede decir que sea el mejor de los tiempos para el amor, o eso dicen, tampoco para el trabajo, o eso dicen, cuidado con las amistades, con los kilos, con lo que piensas y con lo que escribes, pero sobretodo cuidado con todo y todos menos:  ¿contigo mismo?

 Aquella tarde de julio estaba sentada en una playa del sur,  de mis favoritas,  “El Palmar”. A quien no haya estado allí le recomiendo que corra a pasar al menos un día en aquel lugar antes de que se convierta en un nuevo “Sherry".

El Palmar es una de esas playas que comienza a ser preciosa conforme cae la tarde, te envuelve con su magia y con sus gentes, de lo más variopintas y especialmente libres. Será quizás ese sentimiento de libertad lo que me llevó a relajarme entre sus olas y a terminar escribiendo hoy esto.  Después de un día intenso, de esos  en el que cedes más de lo que eres, y te queda nada para seguir  lo que resta del día,  cogí mi coche y me fui sola a la playa  con la  única compañía de un libro “Gente Tóxica”.  Ese libro me lo recomendó una gran amiga mía a la que nunca cito por prudencia y que es de esas personas que, como dice la canción, “agonizará en voz baja por cortesía”, una gran mujer.  



Comenzando por la primera página  el libro te sitúa frente a los distintos perfiles de personas que pueden dañar tu vida: está el  envidioso  (sin duda y en eso estaremos todos de acuerdo, este personaje es el peor), el que se siente mediocre y  que inevitablemente acaba por convertirse en envidioso, el agresivo verbal… y así un largo elenco de personas tóxicas.

En ese instante comencé a pensar en  mí  y en las personas que había dejado entrar en mi vida, en los errores cometidos, en los comportamientos adecuados o no, en aquellos que me hicieron reír y llorar algunas veces. 

Mientras tanto la playa se iba quedando desierta y un grupo de surferos en el agua se posicionaban para su habitual ritual de despedir el sol con sus tablas alineadas al atardecer dentro del agua. La playa se vistió de un naranja roto apasionante, todo estaba listo para que disfrutara de un paisaje único en un momento irrepetible: el mío. Pero  cuando me quise dar cuenta llevaba una hora leyendo un libro, que no me estaba aportando nada que no supiera y que, lo peor, casi me hacía perder de vista una magnífica puesta de sol.  Tanto cuidado con todo lo “de Más” que no se fija uno en lo que tiene delante.



En ese instante tiré el libro, me levanté, me vestí y me dirigí al “Pico de la Ola”, a quien haya estado allí  le encantará.  Me pedí un ron con naranja a modo de rebeldía, por la cantidad de veces que he escuchado que contiene azuzar como para suplantar la crisis petrolera en Egipto y por supuesto,  en honor a los magníficos kilos de más. 

Estaba sola y disfruté de mi momento como nunca. Eso si, a última hora llegó él, quien sino él  y ella sabrían que de vuelta a casa les extrañaría.


 Esa noche bebí  Ron supliendo todos los momentos de Martini seco. 

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